sábado, 26 de octubre de 2013

Pelo

Es mío. Y lo quiero.

Otras tienen, tenéis, cabelleras estupendas, onduladas o lacias, rubias o morenas, o cobrizas, o con reflejos, o bien os podéis permitir haceros mechas californianas. Yo no. Yo no puedo.

Como en el caso de tantas otras mujeres, yo no tengo un cabello del que presumir. Mi pelo no tiene suficiente con dejarlo crecer, hay que ir a comprarlo a una tienda. El mío hay que ponerlo y quitarlo, no es suave sino áspero, raspa un poco en la nuca, pica a veces, y no se lava con esos maravillosos champús que anuncian las modelos en la tele, a cámara lenta, mostrando sus cabellos como si fuesen un arco iris de felicidad... no, el mío se lava con detergente, de prendas delicadas (y tan delicadas, ay) sí, a mano, y con mucho cariño.

Pero me gusta. Lo quiero. Es verdad que hay que mirar constantemente de dónde viene el viento, no sea que me lleve un mal recuerdo de esta tarde que estaba siendo tan bonita... y que cada vez que lo cepillo se me encoge el estómago cuando veo la excesiva cantidad de hebras que se desprenden cada vez, y que acerca inexorablemente el momento de volver a la... bueno, para mis adentros me gusta llamarlo peluquería; al fin y al cabo, el sitio donde se venden pelucas, ¿cómo debería llamarse, sino peluquería?

Sin él no soy nada... Mentira: sí, sí soy, soy la misma de siempre, pero me cuesta más verme a mi misma, y que me vean los demás. Sin él mi identidad se tambalea... hay que ver, depender de algo tan material como esto... y sin embargo, tan esencial para toda persona que pisa el planeta. Y quien diga que no, tenga o no pelo en la cabeza, miente cual vil bellaco.

Sí, lo quiero, porque con él me veo mejor... dejémoslo en que “me veo”, con eso basta. Los demás me conocen, me identifican, y me quieren (gracias, gracias, gracias). Cuando pienso en que, para ser verdadera, debo depender de un “objeto” externo a mi, me acuerdo de a quienes les falta un dedo, un brazo, un ojo (descansa en paz, grande, María, piloto) y sin embargo muestran ese valor y entereza, esa fuerza tan femenina y a la vez tan universal que nos hace seres humanos.

Así que lo acepto. Lo quiero. Me lo quedo como parte de mi. Además, cuando me preguntan si es mío, contesto que por supuesto que sí: lo he pagado yo. Con dinero, y con otras cosas que no son materiales.


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